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domingo, 25 de marzo de 2012


(Editorial) Sin carta blanca

Según el Reporte Global de Competitividad (RGC) que publica cada año el Foro Económico Mundial, el principal obstáculo para hacer negocios que enfrenta una empresa en el Perú no es la ausencia de infraestructura…
Domingo 25 de marzo de 2012 - 08:00 am
Según el Reporte Global de Competitividad (RGC) que publica cada año el Foro Económico Mundial, el principal obstáculo para hacer negocios que enfrenta una empresa en el Perú no es la ausencia de infraestructura, el desastre del Poder Judicial, nuestra rigidez laboral ni la inexistencia de cualquier tipo de Estado de derecho frente a las “protestas sociales” de las que se trate. Es nuestra burocracia.
La razón para esto es muy sencilla. Todas y cada una de las regulaciones a las que están sometidas las empresas, cuando no vienen del Congreso, vienen de esta burocracia: de los gobiernos municipales, regionales y de los diferentes estamentos y e innumerables entidades del Gobierno Central. Y como el Congreso se ocupa solo de la letra grande, es la burocracia la que dicta todos los reglamentos que acaban rigiendo el día a día de las empresas en el Perú. La avalancha de licencias, certificados, controles, permisos, prerrequisitos y requisitos esperando con su mazo levantado detrás de la puerta del emprendimiento a cualquier particular que se atreva a cruzarla, vienen de ahí: de los rebosantes TUPA de nuestra administración pública.
El problema, sin embargo, no es solo de cantidad (pese a todo lo grave que es el asunto de la cantidad). Es, principalmente, de calidad. Son los inverosímiles niveles de arbitrariedad e irracionalidad con la que la mayoría de nuestras administraciones dicta sus reglamentos. Gracias a esto, siempre según el RGC, ocupamos el puesto 119 de los 139 países rankeados en la categoría de “trabas impuestas por la burocracia”.
¿Cuáles son las causas de esto? Sin perjuicio de la existencia de otras influencias coadyuvantes, creemos que hay dos puntos centrales que facilitan a nuestra administración su absoluta impunidad al momento de reglamentar: el secretismo con el que se generan los reglamentos y la ausencia de cualquier obligación de justificar lo que se exige en ellos.
Ningún accionista da carta blanca a los administradores de su empresa. Por el contrario, todos los obligan a rendir cuentas y ofrecer justificaciones por las decisiones que toman. La razón es sencilla: como no es su dinero el que está en juego, unos administradores sin control podrían tomar decisiones absurdas e ineficientes que vayan en contra del interés de los dueños. Pues bien, eso es precisamente lo que hacen los administradores del Estado peruano, quienes tampoco tienen su dinero en juego pero a quienes sus accionistas, los ciudadanos, sí damos carta blanca para decidir lo que quieran, sin explicaciones de ningún tipo y, adicionalmente, a puertas cerradas. Ello supone un privilegio que ni siquiera tiene el Congreso y hace imposible que haya cómo saber qué es lo que discuten – y con quiénes– al momento de decidir.
El primer resultado de esto, desde luego, es un arca abierta para la corrupción. Innumerables veces los reglamentos acaban decidiéndose a oscuras entre un lobbista y los funcionarios que los dictan, a la medida de los intereses particulares de los primeros.
El segundo no es menos grave: como no tienen que justificar por qué deciden lo que deciden, nuestros burócratas suelen dar rienda suelta a sus prejuicios, perezas mentales, caprichos o simple talento para el absurdo a la hora de reglamentar. Prueba de ello es la comparación de los resultados obtenidos por Perú en el estudio Doing Business del Banco Mundial con los alcanzados por los países de la OECD (los 34 países más desarrollados del mundo). Por ejemplo, nuestros trámites legales para obtener permisos de construcción son 30% más caros que el promedio de la OECD y los que hay que cumplir para iniciar un negocio cuestan y demoran alrededor del doble. Igualmente, para lograr todas las exigencias burocráticas para pagar impuestos, una empresa tiene que invertir 66% más tiempo que en los países más ricos. Ni detallar lo que todo esto nos cuesta en términos de productividad, inversión y generación de empleo.
¿Cómo cortar con esto? El Congreso debería aprobar una ley que obligue a cualquier entidad de la administración a justificar públicamente la lógica y racionalidad de cada requisito, trámite o exigencia que planee poner en vigor. En Estados Unidos, por ejemplo, una ley así existe desde mediados del siglo XX. Ella obliga a la administración a publicar cualquier proyecto de norma que quiera emitir, a exponer abiertamente las razones técnicas que en su opinión la justifican y a recoger las opiniones del público interesado, evaluarlas y contestarlas. Si la administración no cumple con este procedimiento o no ofrece justificaciones técnicas y razonables, sus normas son invalidadas por el Poder Judicial.
Ninguna reforma que busque afrontar el enorme problema de la manera como toman decisiones nuestras autoridades administrativas podrá tener éxito sin partir de este punto. Sin partir, esto es, de sacar los procesos de nuestros funcionarios a la luz, donde todos podamos verlos.

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