La palabra caviar fue acuñada a principios de los ochenta en Francia, durante el gobierno de François Mitterrand, básicamente por los sindicalistas y comunistas franceses. Estos veían con cierta sospecha e incomodidad —y probablemente con algo de envidia— que un grupo de entonces jóvenes intelectuales, con muy buena formación universitaria y de procedencia burguesa, tuviera el atrevimiento de considerarse de izquierda, algo que, según los comunistas, solo ellos podrían ser: gente del pueblo trabajador. Para el determinismo histórico de la ortodoxia marxista, “el ser social determina la conciencia social”, con lo cual resulta inauténtico que se considere de izquierda a alguien que no pertenece al proletariado. Un joven y fino intelectual de izquierda sería un bobó, contracción de bourgeois-bohème, o un caviar.
A esos intelectuales se les acusaba de atribuirse a sí mismos una mayor conciencia política o responsabilidad social, dada su formación intelectual, y un cierto, aunque nunca reconocido, desdén por el proletariado poco educado. Algunos de estos célebres caviares, egresados del exclusivo colegio Henri IV de París, fueron ministros de Mitterrand, como Laurent Fabius, Jacques Lang y el ahora célebre Dominique Strauss Kahn. Es interesante que la acusación de caviar procediera de una ultraizquierda poco sofisticada intelectualmente y celosa de la preparación intelectual de los supuestos caviares. Más interesante aún es que el calificativo de caviar presuponga, de parte de quien lo emplea, una concepción marxista ortodoxa de la historia según la cual hay incompatibilidad entre proceder de los sectores burgueses y tener un pensamiento progresista.
En el caso peruano, quienes usan el término caviar, además de evidenciar poca creatividad y desconocimiento del origen de la palabra, también son ultras, aunque del lado opuesto del espectro político, y envidian una preparación intelectual que ciertamente no tienen y quisieran tener. Se mantiene el uso francés descalificador que sugiere cierta absurda incompatibilidad entre ser de origen burgués y considerarse progresista. Debo confesar que el término caviar siempre me ha parecido frívolo y esnob, o sea bobó. En el Perú solo lo he escuchado en boca de pequeños burgueses fundamentalistas poco cultivados y con apenas algunas lecturas en su haber. Lo he leído en personas que, o no han pasado por ninguna universidad de prestigio, o lo han hecho a trompicones, salvándose de ser expulsados de ellas gracias al azar o a la mala suerte. Esto último puede ser demostrado empíricamente.
En el contexto francés el término sugiere incompatibilidad entre ser burgués y tener convicciones políticas de izquierda; en el caso peruano esa connotación también está presente, pero no parece lo principal. De hecho, muchos de quienes son acusados de caviares son de clase media, pero los hay también de extracción popular. Quienes usan el término en el Perú lo emplean sobre todo de manera ideológica y aludiendo a una supuesta inconsistencia existencial: se califica a alguien de caviar si tiene opiniones de izquierda pero vive con cierta comodidad; por ejemplo, si tiene una casa, un auto y manda a sus hijos a un colegio privado. Es evidente que aquí no hay incompatibilidad de ningún tipo, lo que hay es solo supervivencia, pero me parece que en el Perú el solo uso de la palabra implica cierta mauvaise foi, en el sentido habitual y en el sartreano: mala intención y autoengaño.
En algunos casos, con el término caviar se alude a quienes tuvieron un pasado marxista y ahora trabajan en ONG, intentando construir instituciones, aliviar en algo la pobreza del país o defender la democracia y los derechos humanos. Me pregunto cuál es el problema con ello. Debería haber más gente cuyo trabajo tenga esos objetivos, independientemente de su ideología política y de su pasado. También se suele utilizar la palabra para calificar a aquellos que supuestamente “se enriquecen” trabajando en instituciones sociales o defendiendo los derechos humanos. Debo confesar que me parece impensable que alguien pueda enriquecerse de esa manera, sabiendo cuáles son los salarios habituales en esas instituciones. Más fácil sería enriquecerse vendiendo la línea editorial de un diario al mejor postor, decidir convertirlo en un medio de prensa de entretenimiento o, simplemente, alquilar el lapicero que uno usa, con mano y todo.
Dado que es absurdo censurar a alguien por trabajar en lo que él o ella considera que es el bien del país. Sospecho que lo que en verdad se reprocha cuando se acusa a alguien de caviar es otra cosa. En el imaginario de los nuevos talibanes peruanos, es caviar quien no está satisfecho con que el mercado lo regule todo y cree que el Estado debe tener algún tipo de responsabilidad en que la sociedad sea algo más justa. Es caviar quien osa cuestionar algún rasgo de la sociedad capitalista y sospecha que Occidente tiene cierta responsabilidad en la pobreza del tercer mundo. Es caviar quien ha leído los libros prohibidos escritos por Marx o Mariátegui, incluso si lo ha hecho para cultivarse, para cuestionarlos o, simplemente, para saber por qué son tan peligrosos. Es caviar quien no se resigna a que el mundo sea un sitio doloroso, inhóspito y absurdo para mucha gente, mientras que para otros es un ridículo y aburrido parque de diversiones.
Debo confesar que cuando escucho la palabra caviar en su sentido político figurado (en el otro sentido casi no la escucho), inmediatamente pienso que estoy frente a una persona con muy poca preparación intelectual, bastante frívola, con un coeficiente intelectual más bien discreto y que se deja manipular por una prensa venal que se alió durante una década a la mafia más vil y corrupta que ha conocido el Perú. Nunca he escuchado el término en boca de un intelectual fino, independientemente de su posición política, solo lo he leído en la prensa amarilla o lo he escuchado en alguna reunión social en boca de personas cuya educación se reduce al mínimo para poder sobrevivir en el mercado. Jamás he oído a Mario Vargas Llosa hablar de los caviares. Durante muchos años él fue el oráculo de Apolo délfico de los liberales criollos, hasta que decidió no votar en segunda vuelta por un grupo probadamente corrupto y prefirió correr el riesgo de apoyar a un impredecible grupo de centroizquierda. Cuando eso ocurrió, inmediatamente fue catalogado de neocaviar, fue cubierto de insultos y su familia fue amenazada. No se le reconoció su derecho de opinar. Así actuaron los cazadores de caviares, en nombre de la libertad.
No soy de izquierda y nunca lo he sido, nunca he estado inscrito en partido político alguno, aunque siempre me he considerado una combinación de socialcristiano y socialdemócrata. En la década de los ochenta, muchos de mis amigos y conocidos se consideraban de izquierda y me veían a su derecha porque yo pensaba que el mercado es el mejor regulador de la economía. Pero siempre defendí, y sigo haciéndolo, que el Estado tiene un rol pedagógico y corrector de las distorsiones que el mercado, casi inevitablemente, generará. El mercado no es perfecto y, sin duda, no es un agente moral; con frecuencia produce y mantiene situaciones inhumanas, injustas, indignas y aberrantes. Por ejemplo, si uno sobrepone el mapa minero del Perú al mapa de la pobreza descubrirá con sorpresa ingenua que las regiones que producen la riqueza minera de la que vive todo el país y que posibilita el crecimiento económico de los sectores A y B, son las zonas más empobrecidas del Perú. Esa obvia paradoja prueba que el mercado no lo resuelve todo. Si la mano invisible fuera perfecta y condujera inevitablemente al bien común, ya lo habría hecho. ¿Por qué se demora tanto? La mejor prueba de que la mano invisible no es perfecta es que la economía mundial no es perfecta. La mano invisible no es la mano de Dios, es una superposición de muchas manos humanas y, como actualmente resulta obvio, genera crisis y situaciones injustas. ¿Quién debe resolver esos problemas, si se producen? Naturalmente el Estado, que sí es o, por lo menos, debe ser un agente moral. Quienes administran el Estado nos representan y actúan en nuestro nombre. Les hemos concedido, a través de un pacto social tácito que incluye su financiamiento con nuestros impuestos, el derecho de gobernarnos, de impartir justicia, de regular la vida social y la educación, de decidir en algunos aspectos puntuales qué podemos hacer con nuestras vidas y qué no. Tenemos, por tanto, el derecho de exigirles que hagan lo indispensable para que la libertad económica no produzca perversiones. Los coyunturales administradores del Estado tienen la obligación de ocuparse en convertir a nuestra sociedad en una comunidad digna y justa, de seres humanos responsables y comprometidos moralmente.
Creo todo esto desde que tenía aproximadamente dieciséis años y conversaba sobre estos temas con mi padre frente al mar. Ahora bien, cuando yo sostenía estas tesis durante los ochenta, tenía amigos que se consideraban socialistas y que me acusaban, afectuosamente, de ser un conservador enmascarado, un derechista encubierto y, por tanto, un enemigo del pueblo. Yo nunca pensé serlo. Lo curioso, en todo caso, es que muchos de esos amigos ahora se han convertido al liberalismo económico más fundamentalista y están largamente a mi derecha. Yo no me he movido en el espectro político, pero los he visto desplazarse desde mi izquierda extrema hacia mi derecha más radical como un toro que pasa a la velocidad de un rayo al lado de un torero sin capa, el cual, atónito, observa una rapidez inesperada. Estos amigos que alguna vez defendieron honestamente la dictadura y las estatizaciones de Velasco Alvarado hoy día son liberales que piensan que lo único que debe estar en manos del Estado son las Fuerzas Armadas, pues todo lo demás debe ser privado. Conozco a alguien que piensa que se debe privatizar Machu Picchu para construir al lado de este un parque temático.
Para ciertos sectores sociales y políticos del Perú, quien no cree que la privatización absoluta resolverá todos los problemas del país está al borde del delirio, es un tonto o un caviar, de la misma manera como en los setenta quien no era marxista era un despreciable enemigo del pueblo. Si uno piensa que el Perú tiene demasiadas diferencias de partida como para que el liberalismo funcione bien sin suficiente presencia del Estado, o si uno cree que el desarrollo no se logra solamente con crecimiento económico, casi debe pedir disculpas ante quienes han convertido al mercado en un templo de adoración del dinero. Estos talibanes criollos son económicamente pero no intelectualmente liberales, es decir, no aceptan realmente la libertad de pensamiento. Son tan sectarios como Stalin, Mao, G. W. Bush o el doctor Goebbels.
Percibo en el Perú, por tanto, una nueva invasión bárbara, semejante a aquellas que tuvieron que soportar en diversos momentos de la historia distintos epicentros culturales cuando se vieron obligados a protegerse de oleadas de desinformados truhanes, enemigos de la vida intelectual por falta de comprensión de ella. Esta asonada bárbara es el producto de una triple alianza: el más inculto sector de la derecha política, un grupo de periodistas mercenarios que tiene una larga historia de recibir salario de la mafia, y una facción ideológica ultraconservadora. De esta última podría considerar la posibilidad de que actúe con buena intención, pero no tengo dudas de que es intelectualmente menesterosa.
Si es un caviar aquel que, teniendo buena educación y posición económica, piensa que el Perú tiene estructuras sociales injustas que deben ser reformadas desde el Estado y no solamente por el mercado, supongo que el primer caviar fue Garcilaso de la Vega y otro caviar connotado habría sido Huamán Poma de Ayala, no se diga nada de Túpac Amaru, el deán Gualberto Valdivia o Juan Pablo Vizcardo y Guzmán. También lo serían, algo más reciente, Ricardo Palma y Jorge Basadre, además de los hermanos Miró Quesada, ya fallecidos y, estoy seguro, deprimidos en su tumba al ver el rumbo que ha tomado lo que ellos con tanto esfuerzo construyeron. Todos ellos cometieron un terrible error: notaron que la sociedad peruana era injusta y lo denunciaron. A quienes se beneficiaban de esas injusticias eso no les gustó, pero lo aceptaron porque sabían que dicha denuncia tenía por lo menos un elemento de verdad. Ahora, sin embargo, la triple alianza arremete con desfachatez, con lo cual, para ella, casi todos los intelectuales que ha dado el país pasarían a formar parte de una gran caviarada. Según la triple alianza, es caviar quien tiene el desparpajo de sugerir que el mercado no resuelve todos los males del universo y que, de vez en cuando, el Estado tiene que intervenir, como el fantasma del padre de Hamlet, para recordarnos que algo huele mal en Cajamarca.
Es particularmente desafortunado que el nieto de uno de los más interesantes intelectuales que ha dado el país (cosa que hay que reconocerle al autor de los Siete ensayos, incluso si uno no coincide con sus posiciones políticas, como es mi caso), esté entre quienes más ha hecho por destruir el legado intelectual de su abuelo, pero no con ideas sutiles y finos argumentos, como lo haría el intelectual que murió demasiado joven, sino con atropellado ‘achoramiento’, como lo hace el periodista de envejecidas ideas. Pienso que en ese Edipo transgeneracional hay el sentimiento, verdadero, por otra parte, de que mientras el abuelo seguirá siendo estudiado internacionalmente dentro de doscientos años como un clásico de las letras peruanas, el nieto no será leído al día siguiente de que su diario cierre por coprofágica indigestión. Como el nieto no puede competir con el abuelo en el terreno de las ideas, trata de diferenciarse de él cultivando un camorrero estilo de bravucón. No es extraño que, así como los comunistas franceses envidiaran la formación intelectual de aquellos a quienes llamaban caviares, este personaje utilice el mismo calificativo para describir a los académicos que tienen una formación intelectual mayor de la que él jamás podría alcanzar.
A pesar de la furiosa arremetida de la triple alianza, el Perú está pasando por una importante transformación. Remando en contra de la corriente y navegando con viento de proa, los estratos sociales emergentes se las están arreglando, con el esfuerzo tenaz de su trabajo y el mérito de su imaginación, para educar a sus hijos y ponerlos en una mejor situación de la que ellos tuvieron, de manera que puedan competir en un partido que empieza con la cancha desnivelada y el árbitro en contra. Esta transformación se va dando pero a paso lento, porque acontece en contra de todas las políticas gubernamentales de los últimos quinientos años. Si el actual gobierno continuará esa estrategia o no, es algo aún por verse.
Pablo Quintanilla es Ph.D. en filosofía por la Universidad de Virginia y M.A por la Universidad de Londres. Actualmente es profesor principal y decano de Estudios Generales Letras en la Universidad Católica del Perú. Es editor de los libros Ensayos de metafilosofía (2009), coeditor de Desarrollo humano y libertades (2009), y coautor de Pensamiento y acción. La filosofía peruana a comienzos del siglo XX (2009).
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