Aprobación de acuerdo marítimo entre Perú y Ecuador es una “decisión histórica”, según el gobierno peruano

ESTE BLOG PRETENDE HACER ESCUCHAR UNA VOZ DE LAS FUERZAS DEL ORDEN MALTRATADAS POR INTERESES POLÍTICOS SUBALTERNOS Y POR ESTE MEDIO HACER CONOCER SUS PUNTOS DE VISTA PARA QUE LA SOCIEDAD COMPRENDA LOS HECHOS DE LA REALIDAD NACIONAL QUE IMPACTAN NEGATIVAMENTE EN LA SEGURIDAD Y DEFENSA NACIONAL Y SU COMPROMISO RESPONSABLE FRENTE A ELLA EN LA BUSQUEDA DEL BIEN COMÚN
CIUDAD DE MEXICO — Durante una visita a México, me enteré de una interesante idea para ayudar a combatir la oleada de asesinatos, secuestros y otros problemas de seguridad que está azotando a la mayoría de los países latinoamericanos: crear grupos de auditoria independientes para monitorear a las fuerzas policiales.
En México, la corrupción policial es un problema muy antiguo, que ha empeorado con el creciente poderío de los carteles de narcotráfico. Muchos mexicanos creen que las fuerzas policiales son el problema, más que la solución. No es sorprendente que un viejo chiste mexicano diga: “Si te asaltan en la calle, no grites. ¡Puede venir la policía!”.
Pero ahora, con la violencia relacionada con el narcotráfico que ha causado unas 40,000 muertes en los últimos cinco años, los mexicanos están desesperados por encontrar una solución que acabe con el derramamiento de sangre. El 8 de mayo, alrededor de 70,000 personas se reunieron en el centro de Ciudad de México para exigir al gobierno terminar con la ola de violencia, y pedir la renuncia del Secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna.
Al igual que marchas similares que se han producido en los últimos años en Argentina, Colombia y varios países centroamericanos, la protesta del fin de semana fue encabezada por un padre cuyo hijo fue asesinado en un crimen que atrajo la atención nacional. Como en los casos anteriores, fue un estallido de frustración masiva ante los estratosféricos índices de criminalidad.
Pero Ernesto López Portillo, director del Instituto para la Seguridad y la Democracia de México, argumentó en una lucida columna del diario El Universal que la mayoría de estas manifestaciones públicas serán fútiles si los países no crean comisiones civiles independientes para monitorear la acción de fuerzas policiales que a menudo protegen a los criminales, o están involucradas directamente en actos criminales.
“Hay un consenso mundial según el cual la inseguridad y la violencia son fenómenos multifactoriales que deben atacarse con estrategias multidimensionales . . . Pero creo que nadie con intereses legítimos dudaría siquiera que una de ellas es transformar radicalmente nuestras policías”, escribió. “Si no las arreglamos, cualquier otra medida será ineficiente e ineficaz”.
López Portillo propone la creación de un grupo civil de vigilancia para inspeccionar el accionar de las fuerzas policiales, algo muy semejante a la Comisión Independiente de Quejas Policiales de Inglaterra, el Ombudsman Policial de Irlanda del Norte, o grupos similares de Los Angeles, Nueva Orleans, Miami y docenas de ciudades estadounidenses.
Intrigado por su propuesta, le pregunté a López Portillo que diferencia hay entre las instituciones que él está proponiendo y las Comisiones de Derechos Humanos, Oficinas del Defensor del Pueblo que ya existen en varios países latinoamericanos.
Según me señaló, mientras las comisiones de Derechos Humanos y las Defensorías del Pueblo sólo pueden hacer recomendaciones, los grupos independientes de monitoreo policial tienen mayores poderes investigativos, que en muchos casos incluyen poderes de emplazamiento judicial a testigos, así como también mayor influencia para exigir cambios en las fuerzas policiales.
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El apoyo de Mario Vargas Llosa a la candidatura presidencial de Ollanta Humala, capitán en retiro del ejército y líder de la alianza izquierdista Gana Perú, expresa un agónico dilema del intelectual en América Latina: la elección entre dos males políticos.
Tanto Humala como su oponente, Keiko Fujimori, del partido Fuerza 2011, son dos caras de una misma amenaza a la frágil democracia peruana. En sus apellidos llevan implícito el signo del conflicto ciudadano. Ambos carecen del rango intelectual, el prestigio social y las redes de apoyo para escapar a la fuerza centrípeta de sus familiares mentores. Ha de esperarse que el ganador estrene su gobierno con una transgresión constitucional. En sus respectivas celdas, convictos de graves delitos contra el orden democrático, Antauro, el hermano de Humala, y Alberto Fujimori, el padre de Keiko, aguardan para empacar sus bultos por los resultados de la segunda vuelta electoral el 5 de junio.
Humala es un iluminado de cajón de sastre con un par de caóticas ideas fijas. Su padre, Isaac, fundó el Movimiento Etnocacerista, una de esas aparatosas fantasías latinoamericanas creadas por gente semieducada para seducir analfabetos. Sus postulados proponían la reafirmación de la identidad andina y la recuperación del espacio imperial inca; el reemplazo de las élites criollas y asiáticas por indígenas y mestizos; y la destrucción de Chile, entre otros disparates totalitarios. El programa original de Gana Perú, con los eufemismos adecuados, contiene pasajes escalofriantes. Ejemplo: “Es necesario superar el Estado centralista, construido por la República Oligárquica y su continuación neoliberal”. Verwww.partidonacionalistaperuano.net/propuestas/plan-de-gobierno-gana-peru-2011-2016.html.
La reciente cancelación de ese programa original, al calor de las encuestas electorales, exige una buena dosis de candidez al observador objetivo. A mi juicio, revela la fibra del demagogo. Llama la atención que las promesas hechas a los sectores moderados firmantes del Acuerdo Nacional no pasan por un rechazo explícito al programa. Mucho menos por un distanciamiento creíble del proyecto internacionalista del presidente venezolano Hugo Chávez, que a todas luces le ha financiado la campaña. En esa relación, Nadine Heredia, la esposa de Humala, completa un feroz menage a trois bolivariano. También se ha popularizado una errónea lectura de la influencia moderadora de los asesores brasileros del Partido de los Trabajadores (PT) y del ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva. Antes que en una vocación democrática, hay que buscar los motivos de esta valiosa asesoría en los intereses hemisféricos de Brasil y las deudas del PT con Chávez.
Keiko es la revancha de su padre. Tarde o temprano, su victoria acarrearía todos los vicios del fujimorismo, acrecentados por el resentimiento. Es de suponer que empeorarían las relaciones con Ecuador y Bolivia. El recíproco juego de la demagogia nacionalista con el ecuatoriano Miguel Correa y el boliviano Evo Morales pudiera hacer sonar los tambores de guerra. La aplicación de una receta neoliberal clásica abismaría todavía más las terribles desigualdades. Pero aun así, aun así, considerado el peor de los escenarios, vale establecer una diferencia entre una dictadura cleptocrática y una revolución empeñada en la transformación radical e inmediata de los valores y conducida por unos líderes cuya sopa ideológica contiene los ingredientes más coloridos y venenosos del nazismo y el comunismo. Los Fujimori vienen a robarse cuanto puedan y vengarse de quien quieran. Humala sueña con dinamitar la tradición, recomponer el tejido social y crear de la noche a la mañana un nuevo país. Ya hemos visto cómo termina esa película.
En nuestro ámbito, Vargas Llosa ha ganado una autoridad ética sólo comparable a la que en su momento tuvo el mexicano Octavio Paz, acaso el mayor intelectual latinoamericano de estos tiempos. Su empujón a Humala es comprensible a la luz de la atroz experiencia del fujimorismo, es decir, la experiencia del mal conocido. Pero el mal por conocer, visto desde esta orilla, arroja la sombra de una mayor tragedia. Obligados por la moral, debemos negarnos a elegir entre dos males. Obligados por el pragmatismo, conviene elegir, de los males, el más débil.
Vargas Llosa, que no es ingenuo ni frívolo, ha contraído un compromiso de conciencia con sus compatriotas al apostar por Humala. No caben dudas de que alzará su poderosa voz si Gana Perú acaba por derrotar a la democracia. A la larga, se impone la moral.
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