(Editorial) La incapacidad de Siria para restablecer la paz
Mientras el mundo cristiano celebraba la Semana Santa, el Oriente Medio continuaba desangrándose y debatiéndose en una guerra fratricida sin cuartel.
Por ejemplo, el caso de Siria se ha desbordado. Afronta las protestas más graves de su historia reciente y, según se estima, más de 300 personas han muerto en el último mes.
Los problemas en Damasco y otras ciudades sirias son una extensión de las crisis que este año han golpeado brutalmente al mundo árabe. Primero fue Túnez, cuya revolución de enero inspiró todos los levantamientos producidos hasta la fecha en esa parte del orbe; y luego Egipto. En ambos casos, los levantamientos concluyeron con la caída de presidentes hasta entonces inamovibles, como el tunecino Ben Alí y el egipcio Hosni Mubarak. A esta lista se suma el presidente de Yemén, Alí Abdalah Saleh, con 32 años en el poder y quien, finalmente, acaba de anunciar que renunciará para poner fin a las protestas populares que desde hace tres meses exigen su renuncia.
En cuanto al Gobierno Sirio, todo indica que enfrenta la misma disyuntiva. El pueblo le demanda reformas profundas, indispensables para garantizar libertades y derechos fundamentales que incluso el régimen ha concedido en parte debido a la presión de las calles.
Pero, sobre todo, la población –fuertemente reprimida en estos días por las fuerzas de seguridad y francotiradores gubernamentales, a quienes se les responsabiliza por las últimas muertes ocurridas en ese país– exige una nueva administración que terminé con la dinastía que los gobierna desde 1971.
La política de instalar gobiernos a manera de sucesiones hereditarias es algo que los sirios –y otras naciones árabes– no están dispuestos a aceptar.
Como señalan los analistas, el ex presidente Hafez Assad fue pionero en instaurar una república hereditaria cuando en el 2000 cedió la posta a su hijo Bashar al Assad.
Hoy más bien, los recientes levantamientos protagonizados por muchos jóvenes con otras aspiraciones y atentos a los adelantos de la globalización señalan lo contraproducente de esas medidas. El mensaje es claro: no más repúblicas autocráticas.
Sin embargo, más allá del conflictivo escenario interno, la comunidad internacional también ha puesto en la picota al Gobierno Sirio. La diplomacia europea así como las Naciones Unidas han demandado que inicié reformas profundas, acorde con la agenda pública, y de inmediato ponga fin a la violencia y al fuego cruzado. Es inaceptable que los grupos armados del gobierno lleguen al extremo de atacar a la población opositora durante los funerales organizados para enterrar a sus víctimas.
Es claro que independientemente de las eventuales y explicables sanciones que dichas instancias le impongan –recordemos el proceso que la OTAN y Estados Unidos llevan contra el régimen tirano de Muamar Gafafi en Libia–, la comunidad mundial deberá seguir muy de cerca lo que sucede en Siria y en general en el resto de países árabes.
Como señalamos aquí, el mundo será distinto cuando culmine la convulsión. Si bien los procesos vividos en Túnez, Egipto y Libia responden a motivaciones diferentes, en general estamos ante una olla de presión en ebullición después de décadas de mesianismo, corrupción, atraso y abuso contra las mayorías.
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