UNA verdad incómoda
La información disponible indica que el nivel de gasto en Defensa durante los últimos años produce una inoperatividad de tal grado en los equipos que la nueva inversión se torna en gran medida inútil. La discusión sobre el tipo de Fuerzas Armadas que se desea vuelve sobre el tapete.
Por Ricardo Uceda
Ilustración: Liz Ramos Prado (www.onemoreillustration.com) |
La etapa final del gobierno de Alan García coincidió con una pugna entre los mandos castrenses y el último ministro de Defensa, Jaime Thorne. Los militares disienten de un proyecto de escala remunerativa enviado al Congreso que no resuelve el grave deterioro salarial ni corrige las distorsiones del sistema. El problema pasó a ser el primer punto en la agenda del sucesor de Thorne, Daniel Mora, quien aun antes de juramentar se puso del lado de los reclamantes. En un segundo momento, sin embargo, Mora fue menos enfático. Dijo que estas justas aspiraciones debían conciliarse con la capacidad fiscal del país. No es un secreto que desde los años noventa el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) ha sido parachoque a todo intento de cambiar la tendencia decreciente del gasto militar, que revirtió ligeramente durante el último gobierno de Alan García. Pero el mayor gasto requerido no es para el pago al personal en su conjunto, sino para armamento. Lo que pasa es que estos requerimientos jamás se discuten en voz alta.
Aunque en el 2006 aprobó el uso de 654 millones de dólares en equipamiento, Alan García no quiso autorizar más compras al final de su mandato, conforme al pedido que le hizo el ministro Thorne. Con todo, la primera decisión fue un cambio notable respecto de lo ocurrido durante el gobierno de Alejandro Toledo, que demoró toda su gestión para adquirir por 60 millones de dólares cuatro fragatas de segunda mano. En cambio, Toledo creó el Fondo de Defensa, una bolsa dedicada exclusivamente a la renovación y repotenciación de equipos militares y policiales. Creado en el 2004 con regalías del gas de Camisea, el fondo demoró varios años en organizarse. Había que reglamentarlo, crearle mecanismos crediticios, procesar las decisiones sobre el shopping. Todo esto fue culminado por el primer ministro de Defensa del siguiente régimen, Allan Wagner. El primer desembolso —190 de los 654 millones— se produjo en diciembre del 2007, cuando Wagner ya había dejado el cargo. Esto demuestra que la adquisición de armamento no solo es cuestión de voluntad, sino de tiempo.
El primer y único ministro de Defensa que renunció al cargo porque no obtuvo dinero para su sector fue, paradójicamente, un civil: Aurelio Loret de Mola. A su gestión se debe la principal reforma, uno de cuyos rasgos principales fue darle efectiva autoridad al ministro sobre los militares. Defensa pasó a decidir las adquisiciones y las políticas. Antes, en marzo del 2002, una comisión especial había emitido un demoledor informe sobre la situación de las Fuerzas Armadas. No solo estaban desinstitucionalizadas, como producto de haber cogobernado su cúpula con Fujimori y Montesinos, sino que carecían de planificación y de un presupuesto que asegurara su eficiencia. Su material era obsoleto, su personal se hallaba sobredimensionado, y para transformarlas se requería de un enorme esfuerzo político y logístico. Firmantes de estas conclusiones, junto con expertos y los ministros de Defensa e Interior de entonces, eran muy destacadas notabilidades militares en el retiro: Francisco Morales Bermúdez, Luis Vargas Caballero, César Gonzalo, Julián Juliá. Una pregunta pertinente, diez años después, es cuánto de esto cambió.
En el 2006, por lo menos, la situación no era muy distinta. Ese año, el recién nombrado ministro de Defensa Allan Wagner se reunió en privado con los comandantes generales. Quiso saber, confidencialmente, qué capacidad de respuesta tendría el país ante una agresión bélica exterior. Cuando terminó la reunión, reunió a sus más cercanos colaboradores. Uno de ellos dijo para esta nota que nunca lo había visto tan abatido.
—Es triste decirlo —comentó el Ministro—. Si alguien nos ataca, no tendríamos cómo responder.
Y entró en detalles que la fuente no quiso revelar. Había recibido datos puntuales de la inoperatividad de equipos que se suponían básicos y en funciones. Un hombre como Wagner, ajeno a influencias militaristas, se convenció de que la inversión para reemplazar y repotenciar cierto tipo de armamento no podía esperar más.
Loret de Mola se convenció de que Alejandro Toledo no quería reformar en serio el sector porque la dotación de recursos para mantener operativas las Fuerzas Armadas era parte sustantiva del proceso. Los fondos se prometían pero nunca se asignaban, aunque es cierto que aquel gobierno no tuvo la holgura fiscal del siguiente. Al anunciar públicamente su renuncia, Loret de Mola dijo que se había cansado de tocarle la puerta al ministro de Hacienda, el hoy titular de Producción, Kurt Burneo. Y así, a comienzos del 2004, el ministerio volvió a manos de generales en el retiro, primero Roberto Chiabra y luego, en los últimos meses de la administración, Marciano Rengifo. Chiabra representaba otra visión: el Ministerio de Defensa debía ser dirigido por militares.
En su libro La seguridad nacional en el siglo XXI (Universidad Garcilaso de la Vega, 2009), Chiabra difiere abiertamente de los conceptos que animaron a la comisión especial y llama a la reforma de Loret de Mola un “desmedido afán e interés por considerar un poder civil sobre un poder militar”. Durante su gestión, se aprobaron el Fondo de Defensa y planes estratégicos para reequipar a las Fuerzas Armadas —“Bolognesi” para el Ejército, “Grau” para la Marina, “Quiñones” para la FAP—, según cuyas metas en el 2008 se habría impedido que la capacidad operacional continuara decayendo, en el 2010 se alcanzaría la capacidad operacional mínima necesaria y en el 2021, por fin, esta capacidad sería satisfactoria. Los planes nunca tuvieron financiamiento.
—Costaban demasiado —dijo un ex ministro del gabinete 2004 para esta nota— y, por lo tanto, eran irreales.
Por eso, cuando Allan Wagner llegó al Ministerio de Defensa, se encontró con planes muy bien anillados que no podía llevar a la práctica. El Ministerio de Defensa, que se había vuelto a militarizar, al punto que había un comedor de oficiales a donde los empleados civiles no podían entrar, carecía de recursos de corto plazo para afrontar un conflicto armado con un mínimo de solvencia. Fue entonces cuando concibió el Núcleo Básico de Defensa (NBD), un conjunto de capacidades militares que debía adquirirse de inmediato.
El NBD estuvo pensado para que el Perú pudiera resistir un ataque externo durante treinta días, mientras la comunidad internacional metía las manos y paralizaba el supuesto conflicto. Hubo que decidir los sistemas de defensa y el armamento correspondiente. El Ministro le encargó al Comando Conjunto la tarea de proponer las prioridades, y así, por primera vez bajo dirección civil, se inició, mal que bien, un proceso de compras con un sentido estratégico. El Comando Conjunto consideró que las adquisiciones más urgentes correspondían a necesidades defensivas: misiles antitanques, torpedos para submarinos, aviones. Aunque el cerebro de este proceso fue un marino, el vicealmirante Juan Aste, el mayor presupuesto lo recibiría la Fuerza Aérea.
—Vi al jefe de Aste, otro vicealmirante, mirarlo con exasperada reprobación cuando sustentó la propuesta que empoderaba a la FAP —dijo un testigo—. Pero las prioridades tenían sentido. La inversión en defensa aérea era lo más urgente para los primeros cien días.
La primera lista de compras fue aprobada en una sesión secreta por el Consejo de Seguridad Nacional, el 29 de agosto de 2006. Wagner estaba exactamente un mes en el cargo y, como ya se ha dicho, no vería una sola de estas adquisiciones mientras fue ministro. Hubo que hacer una ley para que, con cargo al Fondo de Defensa, procediera un endeudamiento de los institutos armados con el Banco de la Nación (BN). Como todo no se gasta de un porrazo, el Comando Conjunto tuvo que priorizar los equipos para el primer desembolso, desarrollándose para cada caso un Proyecto de Inversión Pública que por entonces —ahora lo hace Defensa— era aprobado por el MEF. Tras la evaluación de una serie de directores militares y del MEF y el BN, la Contraloría emitió un informe favorable y, con todo en regla, el gobierno dio una ley que autorizó las primeras compras en abril del 2008. Aun así, luego de este procedimiento tan engorroso, el menú de las adquisiciones ha merecido críticas.
En un ensayo sobre la gestión de Wagner, el experto Enrique Obando dijo que el Núcleo Básico de Defensa estuvo mal concebido porque hubo errores en la priorización del material. Este problema, según Obando, era resultado del tiempo que se le dio al Comando Conjunto para organizar el NBD: dos días. “Con un plan organizado en este tiempo, tenía que haber errores”. Un segundo problema fue que el NBD no tenía presupuesto casi un año y medio después de ser concebido. Aunque la demora fue atribuible al MEF, el costo político recayó sobre Defensa.
Ahora mismo, los 654 millones de dólares del NBD están comprometidos, vía endeudamiento, hasta el último centavo. Está en proceso un Núcleo Básico Intermedio, que incluye armamento de ataque, pero hasta ahora solo se tiene una selección de prioridades definidas por el Comando Conjunto y aprobadas por el Consejo de Seguridad Nacional (CSN). Falta una decisión política para saber si habrá compra o no, y de qué equipos, y por cuánto. En una tercera fase, se tiene previsto un Núcleo Básico Complementario… Demasiado pronto para hablar de ello.
El hecho de que cualquier compra importante de armamento deja huellas imborrables en el sector público le permitió al economista Juan Mendoza, de la Universidad del Pacífico, culminar a finales del 2010 una extensa investigación sobre algunas características del gasto militar peruano. Los descubrimientos más llamativos no están por el lado de las comparaciones con el resto de países, aunque se confirman tendencias ya conocidas. Entre el 2001 y el 2009, representó 1,4% del PBI, cinco veces menos de lo que gasta Chile, que tiene un PBI mayor, y con el cual la proporción era similar hasta 1987. En el 2008 y el 2009, Ecuador, con menos de la mitad de la población y con un PBI menor, también gastó más. Están por debajo Bolivia, con un 30% menos, y Argentina, que destina solo 1% del PBI al sector. En resumen, el gasto militar agregado peruano es uno de los más bajos de la región, representa una porción relativamente baja del producto y se mantiene muy por debajo de la tendencia histórica. Un primer problema con estas cifras es que no corresponden a la pretensión del CSN de que las Fuerzas Armadas tengan capacidad disuasiva y de reacción ofensiva. Porque lo que se está produciendo es precisamente lo contrario. Si el Estado llegara al convencimiento de que no podrá gastar en un nivel adecuado, ¿no sería mejor reducir sus pretensiones? En el proceso en curso, la ambición de tener una Defensa eficaz es puramente declarativa.
Sostiene mejor la pregunta otro dato que la investigación de Mendoza arroja sobre la mesa. Solo 5% de los recursos son para compra de armamento y equipos. El gasto en entrenamiento es menos de 1% del total. Entre el 2001 y el 2010, 90% del dinero se destina al pago de personal, pensiones y otras necesidades corrientes como alimentación y transporte. Una conclusión inmediata es que el mantenimiento y compra de repuestos del armamento existente, buena parte del cual tiene más de treinta años, se ha visto gravemente afectado. Esto explica la baja operatividad de los equipos, que de acuerdo con una estimación optimista es menor en un 50% al rendimiento óptimo.
De modo que no solo hay un problema con el monto exiguo de los recursos sino, tal vez peor, con la forma en que se gasta el poco dinero disponible. En los Estados Unidos, el costo laboral del gasto militar es 30%; en Inglaterra, 40%; en España y Chile, 50%. El más cercano a la ineficacia peruana es Argentina, con 85%. En el Perú, los militares no solo están mal pagados sino irracionalmente organizados. En el Ejército, por cada oficial hay dos miembros del personal subalterno. Toda la situación le suscita a Mendoza una comparación propia de su especialidad:
—Es como si yo tuviera una fábrica con un supervisor de planta por cada dos obreros. No reestructuro el personal y no invierto en ella porque es la forma en que decido ya no seguir operando. No capacito al personal, le pago poco, no compro maquinaria, no reparo la que se malogra.
Lo que propone Mendoza es definir, antes de seguir gastando dinero ineficazmente, el tipo de fuerzas armadas que el país requiere, y sostener el modelo con gastos coherentes. Esta definición se ha dado, por supuesto, en el papel, pero los gobiernos no la han tomado en serio. En buena cuenta porque se asume que son intereses de un sector militar en busca de mayor poder o que pretende comisiones.
En la práctica, los asuntos de largo plazo de la Defensa Nacional terminan relegados por el día a día de los ministros de Defensa. La actuación cada vez más agresiva de Sendero Luminoso en el VRAE sería un quebradero de cabeza para Allan Wagner, mientras afloraban problemas de equipamiento, de coordinación, de inoperancia. El diplomático había descuidado la selección de mandos en el Ejército, como sí lo hace la mayoría de ministros políticos, y terminó en la cima del arma Edwin Donayre, un general que lo desafiaba con el apoyo de Alan García. El 19 de diciembre de 2007, tras un año y medio en el cargo, Wagner fue designado representante ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya, adonde el Perú llevaría una controversia de límites marítimos con Chile. Lo reemplazó Ántero Flores-Aráoz, que en realidad había sido el primer elegido de García para el cargo, y que no pudo asumir en el 2006 porque el PPC, entonces su partido, le negó el permiso. Cuando Flores-Aráoz aceptó el ministerio, ya no era del PPC. Durante su gestión, empezó el gasto para repotenciar equipos y adquirir armamento, de acuerdo con el NBD, y en lo político tuvo una idea más práctica que Wagner: ganarse a los comandantes generales. Al punto que cuando Flores-Aráoz dejó el cargo, en julio del 2009, le dio este consejo a su sucesor, Rafael Rey:
—No vayas a creer que tienes que gobernar con tus viceministros. Tus verdaderos amigos deben ser los comandantes generales.
Fue uno de varios consejos. Le dijo, por ejemplo, que a Alan García le molestaba aprobar viajes de militares, y que era mejor hacerle aprobar un plan anual, con cargo al que estos deberían realizarse. Le indicó la mejor manera de librarse de vendedores de armas y de diplomáticos que venían a presentar su saludo: citarlos a las siete de la mañana. Con los primeros, añadió, siempre era necesario que las puertas estuvieran abiertas y que asistiera otra persona del ministerio. Otro consejo: que no perdiera el tiempo con “barridos electrónicos” para evitar que se escucharan sus conversaciones. “Si en la mañana haces el barrido, por la noche te pondrán los micrófonos de nuevo”. Otro: que fortaleciera las empresas militares. Otro: que no se creyera más vivo que Alan García. “El siempre será más pendejo que tú. Yo creía que era el intermediario con los comandantes generales y resulta que él cenaba con ellos y yo no lo sabía”.
Rey, que había retornado al gabinete después de haber disfrutado solo dos meses de su cargo de embajador en Italia, sostenía explícitamente que jamás habría guerra con Chile, y que, por lo tanto, era inútil gastar en armamento para una posible guerra externa. Estaba dispuesto a cumplir el NBD, pero creía que las Fuerzas Armadas deberían prepararse para luchar contra focos subversivos internos y para apoyar en desastres naturales. Su preocupación mayor, en materia de armamento, fue comprar para la lucha en el VRAE —equipos de comunicación, visores, helicópteros—, aunque también participó en la frustrada compra de tanques chinos, una operación que correspondía al Núcleo Básico Intermedio. El terremoto de Ica, sin embargo, puso al desnudo que eran mucho más necesarios aviones de carga para ser usados en casos de desastres. Solo había dos Hércules en la FAP, y uno de ellos siempre estaba malogrado.
El último ministro de Defensa de Alan García, Jaime Thorne, pese a que era un neófito en asuntos de Defensa, se hizo su propia idea de lo que había que comprar. A poco de su llegada al ministerio, los comandantes generales lo citaron a una sesión reservada y le mostraron el contenido de unos documentos sustraídos a un militar de una potencia extranjera. Las conclusiones de la documentación secreta eran espeluznantes y descubrían un peligro mayúsculo en una de las fronteras. Thorne escuchó impávido y luego de la discusión no dijo nada. Se levantó y se fue. Luego, ante Alan García, confesaría su creencia de que le montaron una escena para presionarlo y convencerlo de que era necesario acelerar algunas compras. De hecho, asistió a otra exposición en el Comando Conjunto en la que se le proponían prioridades de adquisición en varios rubros, algunos de ellos electrónicos, con equipos correspondientes al Núcleo Básico Complementario. De aquellos equipos, Thorne propuso al Presidente invertir en submarinos, artillería tierra-tierra y aviones de carga. Faltaban pocos meses para que el gobierno culminara su mandato.
—Olvídate —contestó Alan García—. Vas a terminar preso.
Es que Thorne había centralizado las compras en Defensa, para que cada instituto no comprara por separado. Si le hubiera pedido consejo a Flores-Aráoz, este lo habría aconsejado de modo distinto. “Yo, ni cojudo firmo una compra por el Ejército, la Marina o la FAP”, dijo en una ocasión. “Que compre cada uno, con la propia firma de sus encargados de compras y que se responsabilicen por ellas”.
El ministro Thorne terminaría enfrentado con los militares porque remitió al Congreso una propuesta de nueva estructura remunerativa para las Fuerzas Armadas que eliminaba la cédula viva. Los tres comandantes generales se pronunciaron en contra. Al final del régimen de García, de los dos problemas de siempre, equipamiento y remuneraciones, fue este último el que pasó a primer plano. A juzgar por las primeras declaraciones del ministro Mora, es muy posible que el gobierno de Humala también lo considere primero. La circunstancia de que el ministro de Economía y Finanzas, Luis Miguel Castilla, sea uno de los que defendió la eliminación de la cédula viva desde el MEF, lleva a pensar que esto producirá un intenso debate en el Ejecutivo.
En el Perú, así como el gasto militar en personal es desmesurado y su proporción sobre el total debe reducirse, los niveles remunerativos son demasiado bajos. De hecho, son inferiores a los de todos los países limítrofes. Un general de división boliviano, por ejemplo, gana 6.171 dólares. Un chileno, 5.072. Un colombiano, 5.915. Un ecuatoriano, 4.859. El peruano, juntando todos sus conceptos —que en casos extremos han llegado a ser 40—, percibe solo 2.809. Tratándose de un teniente, su remuneración en el Perú es de 538 y en el resto de países mencionados es más del doble. Los suboficiales muestran diferencias igualmente importantes. Todo este personal, por otro lado, está organizado en proporciones absurdas. Son 46.000 personas activas descompuestas en 10.000 oficiales y 36.000 suboficiales, y solo en la Marina la proporción es razonable: 9 a 1. En la FAP es 3 a 1 y en el Ejército, 2 a 1. A esto se suma un sistema de pensiones quebrado.
Desde que se creó, en 1974, la Caja de Pensiones Militar Policial estuvo desfinanciada. Es un modelo caro porque los militares trabajan menos tiempo que otros profesionales y, una vez en el retiro, viven más. El primer estudio actuarial estableció que el aporte de sus miembros debía ser de 27%, pero la contribución fue fijada en 12%. En los noventa, el gobierno originó una deuda por otorgar “bonificaciones no pensionables” que terminaron siendo pensionables y generando un hueco de unos 1.400 millones de soles. Además, hubo pérdidas por corrupción, estimadas en 250 millones. Desde el 2005, hay déficit operacional y todos los meses el Estado debe inyectar 23 millones de soles para atender las obligaciones. Los sucesivos gobiernos han sido conscientes de esta situación cada vez más grave y nadie ha querido detenerla. Ahora la opción más razonable, y tal vez la única, es aumentar los aportes sustantivamente, haciendo que los retirados también contribuyan. El Estado, por cierto, tendría que poner su parte. La Caja tiene unos 145.000 aportantes.
El gobierno ha dicho que no eliminará la cédula viva, lo cual es un anuncio que solo atañe a una parte de todo el problemón. Puede no anularse, pero ¿cómo se va a financiar su costo y los aumentos salariales que se solicitan y los mayores aportes para equilibrar la Caja? El problema sigue intacto, lo mismo que el del deterioro operativo del equipo militar.
Las inversiones hechas durante el gobierno de García están muy lejos de sacar al Perú de los últimos lugares en gasto militar en América Latina. El ex presidente hizo de esta austeridad una virtud, pues el país tiene otras prioridades para su desarrollo, y eso casi nadie lo discute. Además, las necesidades del gasto en Defensa se advierten mayúsculas no solamente en el campo del armamento sino en el de las remuneraciones. ¿Cuál atacar primero? ¿Y para qué? Porque, como ya se dijo, al estar mal estructuradas, el mayor gasto en sueldos y pensiones es ineficaz si no hay antes una reforma del sistema. Y en cuanto a las armas, solo para alcanzar una efectiva capacidad disuasoria los gastos deberían ser considerablemente mayores que los mencionados. Ambos problemas así planteados han terminado en la inacción, y los continuos reclamos de los militares, carentes de apoyo político de otros sectores, se aprecian como manifestaciones de un interés corporativo. Hace unos años, Alan García aconsejó a un nuevo ministro de Defensa —quien lo narró para esta nota— que no se impresionara con los reclamos de dinero de los militares. Le contó que desde su primer gobierno les preguntaba qué era más urgente: ¿las armas o las remuneraciones?
—Siempre responden que las remuneraciones —añadió—. Son unos pendejos
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