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lunes, 15 de agosto de 2011


Reino Unido, el nuevo enfermo de Europa

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Por: Iñigo Sáenz de Ugarte
No hay muchas causas políticas que se defiendan robando un televisor de plasma. O unas zapatillas deportivas. Una de las mejores frases que definen los disturbios de Londres es la que dio a gritos una mujer en Hackney cuando increpaba a los asaltantes. “No estamos aquí reunidos para luchar por una causa. Estamos aquí para ir a por un Foot Locker” (tienda de artículos deportivos).
Por no hablar del detalle revelador de la calle llena de tiendas asaltadas en la que sólo un comercio quedó a salvo de los robos: la cadena de librerías Waterstone. ¿Quién va a robar un libro cuando puede llevarse unas Nike? ¿Un delincuente ilustrado?
¿No hay nada político en lo que ha ocurrido en el Reino Unido? Muy al contrario. Sólo hay que escuchar a los que dicen que no hay ninguna razón política que justifique lo sucedido. En realidad, todo es política. El debate tiene que ver con los recursos que la policía tiene a su disposición, los derechos civiles de los detenidos y de sus víctimas, la marginación social de varias zonas de la periferia de las grandes ciudades, la hostilidad racial entre negros y musulmanes en Birmingham, la libertad de expresión en las redes sociales, las penas que puede imponer la justicia, el impacto político en el Gobierno…
Todo es política.
Tras la suprema manifestación de incompetencia policial en los tres primeros días de la crisis y el absentismo vacacional de los responsables del Gobierno, tocaba el contraataque. El dramático impacto de las imágenes justificaba cualquier retórica. Al Gobierno le habían pillado de vacaciones en Italia (Cameron), España (Clegg) y EEUU (Osborne). No era necesario que Cameron interrumpiera su descanso en una mansión de la Toscana (precio compartido con otras dos familias: 9.700 libras a la semana), decía Downing Street. Horas después, anunciaba que Cameron volvía a Londres.
En el Parlamento, el primer ministro enarboló la bandera de la mano dura. Era hasta cierto punto lógico e inevitable. Es lo que exigían unos ciudadanos escandalizados. El problema es que la retórica alcanzaba níveles ridículos, como cuando dijo: “No permitiremos que la cultura del miedoexista en nuestras calles”.
¿De qué país estaba hablando? No he estado mucho en Tottenham, el barrio del norte de Londres donde comenzaron los disturbios, pero las dos o tres veces que he pasado por allí he visto un paisaje urbano que es el que asociamos con las zonas peligrosas de algunas ciudades norteamericanas. El miedo allí es múltiple y constante. A las bandas juveniles. A lo que ocurre con adolescentes criados por la calle y no por sus padres, porque entre otras cosas quizá sólo tengan en su casa a una madre soltera. A la policía, menos, porque sólo se presenta allí en grupo. No hay muchos policías paseando por las calles y en contacto con la comunidad.
Es también un lugar en el que familias de clase media baja y baja pelean por salir adelante con muy poco futuro. Sus calles sólo aparecen en los medios de comunicación para hablar de pobreza y delincuencia. Si algo bueno pasa allí, nadie se entera fuera de esas comunidades. No supone ninguna ventaja para ellos vivir en Londres. Los servicios locales de los que disponen dependen de los ingresos fiscales del consejo local a años luz de los de otras zonas de la capital. No están en un barrio diferente. Están en un país diferente.
Hay muchas cámaras de videovigilancia, como en el resto de la ciudad, pero dan una falsa sensación de seguridad, o ninguna. Los delincuentes ya saben dónde están. En el caso de muchas de ellas, nadie revisa las grabaciones. De hecho, hay tantas cámaras que su número es un factor negativo. Falla el mantenimiento, no se sustituyen las rotas y no hay policías suficientes para comprobar lo que han filmado.
A veces, encuentras un cartel que advierte que no es conveniente mostrar en público un teléfono móvil. Te hacen creer que lo más normal es que te lo roben. Pero ese cartel es más habitual en Hackney porque allí sí que es más fácil que se presenten personas de las zonas ‘respetables’ de la ciudad. Te dicen: cuidado, ya no estás en la zona de Londres que conoces.
A eso se une los problemas sociales habituales en zonas marginadas. Desempleo, salarios ínfimos en el sector servicios, nivel educativo de los jóvenes extremadamente bajo, una cultura de la dependencia de subsidios sociales, escasas iniciativas para dar a los jóvenes algo en qué ocupar su tiempo libre (porque no tienen dinero para costeárselo)…
Eso sí, Cameron dijo que no tolerarán una cultura del miedo… que es lo único que conocen en estos lugares, tanto por la delincuencia como por el inexistente futuro económico. Pregunta a un habitante de Londres qué es lo que piensa cuando ve venir a un grupo de jóvenes con las capuchas puestas de las sudaderas.
Un detalle que no sé si ha aparecido mucho. Los asaltos han sido inexistentes en Escocia y creo que no muy graves en Gales. Se trata de un mal inglés, una enfermedad con un alcance determinado.
El Gobierno acusó a la policía por los errores cometidos, en parte con razón, pero esa es una batalla que no puede ganar. Los votantes siempre van a apoyar más a la policía que al Gobierno. La táctica ganadora es la de prometervenganza, legal eso sí. Hay gente que va a ir a prisión durante medio año por robar productos de valor muy escaso. Se lo han ganado a pulso, pero lo ridículo será que habrá muchos que se quejen de sentencias muy blandas. Con la misma lógica con que una muchedumbre se salta la ley y desvalija una tienda sólo porque puede hacerlo, ahora pedirán penas exageradas sólo porque una vez que están detenidos los ladrones quedan a merced de un juez.
En el Reino Unido, las penas de unos meses se cumplen en prisión, a diferencia de España, aunque el condenado no tenga antecedentes. Es una de las razones por las que ahora se ha alcanzado la cifra récord de 85.324 presos, con poco más de 2.000 plazas libres. El Ministerio de Justicia tenía un plan para aumentar el número de penas accesorias que no obligaran a ingresar en la cárcel, pero la reacción de los tabloides y de algunos sectores del Partido Conservador obligó a enterrar la idea. Qué más da. No hay problema que no se pueda solucionar metiendo a la gente en prisión.
Peter Oborne, columnista del Daily Telegraph, vuelve a acertar al denunciar que esa supuesta pérdida de valores, muy real en algunas comunidades, que ahora se denuncia apuntando a las clases bajas, no es tan diferente a las que se ha podido apreciar en otros sectores que muy raramente encajan todo el peso de la ley. Para empezar, los propios políticos con su escándalo de los gastos de los parlamentarios. O los empresarios que derivan sus negocios al extranjero para no tener que pagar impuestos, lo que no ha impedido en el pasado que recibieran el tratamiento de Sir por sus servicios a la sociedad o un escaño en la Cámara de los Lores. ¿Quién está en condiciones (parece decir Oborne) de exigir a los demás que respeten ciertos valores de convivencia?
La crisis de los bancos salvados con dinero de los contribuyentes sin que nadie haya ingresado en prisión ni perdido sus pensiones millonarias. La deplorable intervención en el sur de Irak que acabó con los soldados atrincherados en sus cuarteles. Las dietas de los parlamentarios con que subvencionaban su agraciado estilo de vida. Una economía en completo estancamiento. El mayor periódico del país convertido en una organización criminal que violaba la confidencialidad de las comunicaciones privadas de miles de personas con la complicidad de la policía. Y ahora lo que los periódicos han llamado “la batalla de Londres”.
Cuando un país sólo puede ya negociar su decadencia no hay estructura política, social o económica que no presente síntomas de derrumbamiento. Me da que eso no se soluciona aumentando la población penitenciaria.

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